La reunión con la comunidad de Chilcani fue interesante. Esta comunidad, perteneciente al municipio de Sorata, está situada a 3.800 metros de altitud, en plena cordillera del altiplano boliviano. Después de disfrutar de los platos que nos ofrecieron las mujeres de la comunidad que hacían honor a su hospitalidad, iniciamos el descenso por el tortuoso camino dirección a la cabecera municipal.
Empezaba a estar agotado de tanto tambaleo del Toyota. Las piedras y los hoyos del camino hacían tambalear el pick-up de un lado para otro como si estuviéramos en una atracción de feria. Tras haber descendido casi 1.000 metros de desnivel (la cabecera municipal de Sorata se encuentra a 2.650 metros sobre el nivel del mar) nos encontramos con un grupo de unos 20 chicos y chicas de 10 a 14 años que iban riendo y bromeando mientras caminaban cuesta arriba. Eran casi las 2 de la tarde y me extrañó ver a ese grupo de jóvenes caminando a esas horas en medio de ninguna parte. Ante mi falta de imaginación para una explicación lógica le pregunté al técnico del proyecto a donde iba ese grupo de jóvenes. "Vuelven de la escuela en Sorata y van a su casa, a la comunidad". ¿A Chilcani? Pero, no es posible, son más de 1.000 metros de desnivel ¡¡Suben y bajan todos los días para ir a clase!! "Sí, claro", esa fue toda la respuesta.
No salía de mi asombro. Una mezcla de estupefacción y vergüenza invadió mi cuerpo. Hacía apenas unos minutos yo me estaba quejando para mis adentros de la incomodidad del trayecto, ese trayecto que a diario recorrían a pié unos niños con sol, con lluvia o con nieve. Recordé mi época de colegio, cuando me parecía un fastidio tener que recorrer bajo la lluvia de invierno unos pocos cientos de metros la distancia que separaba mi casa de la parada del autobús. Recordé las noticias que se repiten todos los años en septiembre en España hablando del peso de las mochilas de los escolares. Recordé las veces que he visto en el metro de Madrid los chavales que vienen del colegio y ocupan los asientos incapaces de levantarse para dejarle el sitio a una persona mayor o a una embarazada "porque están agotados" y las madres de estos diciendo "pobres chicos, es que en el colegio les agotan...".
Empezaba a estar agotado de tanto tambaleo del Toyota. Las piedras y los hoyos del camino hacían tambalear el pick-up de un lado para otro como si estuviéramos en una atracción de feria. Tras haber descendido casi 1.000 metros de desnivel (la cabecera municipal de Sorata se encuentra a 2.650 metros sobre el nivel del mar) nos encontramos con un grupo de unos 20 chicos y chicas de 10 a 14 años que iban riendo y bromeando mientras caminaban cuesta arriba. Eran casi las 2 de la tarde y me extrañó ver a ese grupo de jóvenes caminando a esas horas en medio de ninguna parte. Ante mi falta de imaginación para una explicación lógica le pregunté al técnico del proyecto a donde iba ese grupo de jóvenes. "Vuelven de la escuela en Sorata y van a su casa, a la comunidad". ¿A Chilcani? Pero, no es posible, son más de 1.000 metros de desnivel ¡¡Suben y bajan todos los días para ir a clase!! "Sí, claro", esa fue toda la respuesta.
No salía de mi asombro. Una mezcla de estupefacción y vergüenza invadió mi cuerpo. Hacía apenas unos minutos yo me estaba quejando para mis adentros de la incomodidad del trayecto, ese trayecto que a diario recorrían a pié unos niños con sol, con lluvia o con nieve. Recordé mi época de colegio, cuando me parecía un fastidio tener que recorrer bajo la lluvia de invierno unos pocos cientos de metros la distancia que separaba mi casa de la parada del autobús. Recordé las noticias que se repiten todos los años en septiembre en España hablando del peso de las mochilas de los escolares. Recordé las veces que he visto en el metro de Madrid los chavales que vienen del colegio y ocupan los asientos incapaces de levantarse para dejarle el sitio a una persona mayor o a una embarazada "porque están agotados" y las madres de estos diciendo "pobres chicos, es que en el colegio les agotan...".
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