Sin darse cuenta había pasado la línea de los 40. Llevaba tanta velocidad en su vida que cuando quiso darse cuenta que había entrado en la década de inflexión ya habían pasado 3 años. Lo irónico de la situación es que no le perseguía nadie. Tenía una vida cómoda: casado con una mujer a la que quería, sin hijos, la casa pagada y con un buen trabajo que le permitía vivir desahogado.
Alguna vez en estos úlitmos años había visto de reojo por el retrovisor la vida que dejaba atrás pero la rapidez de los acontecimientos le habían obligado a volver a fijar la vista sobre la carrera hacia ninguna parte.
No fue hasta poco antes de que el contador marcara 43 cuando se preguntó: "¿Pero que coños estoy haciendo....?"
Su vida se reducía a un triangulo infernal. Salía del trabajo tarde y lo único para lo que le quedaban ganas y fuerza era para ver la tele. El fin de semana se levantaba tarde, iba al centro comercial (que odiaba) para comprar las cosas que había decidido cambiar en la casa, instalaba lo que había comprado y se sentaba agotado a ver la tele. En los ratos libres se ponía a trabajar en el ordenador para adelantar algo el trabajo, "si no el lunes iba a ser terrible", pensaba.
Para salir de la rutina de vez en cuando hacía algún viaje con su mujer. Eran viajes interesantes, conocían sitios, comían bien y por supuesto compraban algo para instalarlo en la casa por que "quedaría bien en algún lugar". Tal vez lo instalarían al llegar a casa o si estaban demasiado cansados lo guardarían en un cajón para ponerlo en otro momento que nunca llegaría.
Tenían unas hamacas preciosas que habían traído de no se que viaje por América Latina para tumbarse a leer al sol en la terraza - qué gozada - todo un lujo que nunca llegaba porque, claro, siempre había que ocuparse de colocar, poner, comprar, ordenar... alguna cosa que faltaba para que todo fuese perfecto.
Si moría mañana, se habría pasado la vida corriendo para arreglarlo todo. Eso sí, su funeral sería perfecto.