“Reza a los dioses, que ellos
resolverán tus problemas”, “Si alabas a los dioses, te salvarás”, “Ve al templo
y adora a los dioses para que te llenen de bendiciones”, “si proclamas su
grandeza, los dioses te perdonarán”… Josué llevaba toda la vida escuchando
estos consejos. Y la verdad no le había ido mal. Los dioses habían escuchado
sus plegarias y le habían colmado de bendiciones. Él sabía que si alababa a los
dioses con fervor, estos le seguirían concediendo sus deseos.
Una mañana soleada, Josué se
dirigía al templo con expectación. El sacerdote había pedido unos días antes
que toda la aldea se reuniera esa mañana en el templo para oír una gran noticia
que quería anunciar. Al entrar, un enjambre de murmullos llenaba el espacio del
templo. Había mil teorías sobre lo que el sacerdote iba a anunciar. De repente,
se hizo el silencio.
“Hoy es un día importante” – dijo el sacerdote después de haberse colocado en su lugar. “A llegado a oídos de mis superiores, la ferviente fe que uno de nuestros hermanos ….. por lo que han decidido nombrarle Hijo Predilecto de la región.”
Por un momento parecía que a todo
el mundo se le había olvidado respirar. Solo se oía el canto de las chicharras
al exterior del templo.
“Josué, acércate para recibir la condecoración merecida”. Una gran exclamación salió de la boca de todos los fieles reunidos.
La ceremonia duró un rato largo
durante la que Josué recibió toda clase de bendiciones.
Durante todo el día, Josué no
paró de recibir felicitaciones. No podía dar dos pasos por la calle sin que
algún vecino se acercara para felicitarle. Durante una semana, Josué se sintió
el hombre más feliz de la tierra. La gente, cuando le veía pasar, se apartaba con
discreción o se le acercaba humildemente para pedirle su bendición, como si el nuevo nombramiento le hubiese concedido un estatus especial.
Al caer la noche del séptimo día,
Josué se fue a acostar mientras rememoraba las alabanzas recibidas en esos días.
No tardó en caer en un profundo sueño. A mitad de la noche, Josué se despertó
de un sobresalto. Se encontraba en un sitio desconocido rodeado de los dioses
que le miraban con severidad.
“Josué, has hecho una buena labor durante muchos años enalteciendo nuestra grandeza. Te hemos premiado por tu devoción, y has recibido como compensación todo lo que nos has pedido. Pero, desde que recibiste la condecoración, no has parado de vanagloriarte.”
Al día siguiente Josué se levantó
furioso. Llevaba años alabando a los dioses y cantando sus grandezas y estos, a
cambio, no le permitían ni un solo día de gloria personal. Ese día decidió no ir
al templo ni rezarles una sola vez. Por la noche se acostó con rabia y
malhumorado. Los dioses se le volvieron a aparecer en sueños y le dijeron:
“Josué, no puedes continuar con esa actitud. No puedes seguir buscando la alabanza de los hombres. Eso es un pecado grave y se llama vanidad.”
Josué les respondió. “¿Cómo me podéis pedir eso? ¿Por qué no me dejáis disfrutar un solo día del placer de la vanagloria? ¿Acaso no nos pedís a los humanos que os alabemos y os glorifiquemos para que nos concedáis bendiciones? ¿No es eso lo mismo?”
Los dioses enfurecieron por la
insolencia de Josué y desaparecieron.
A la mañana siguiente, todo el
pueblo acudió al entierro de Josué preguntándose como era posible que hubiera
sucedido esa desgracia.